Él trabajaba para una empresa que, además de vino, comercializaba licores y coolers. Y obviamente el negocio eran estos últimos. En aquella época venderle vinos a un restaurante era aventurado. Muchos los aceptaban sólo a consignación pues no querían invertir en algo que no sabían si iban a vender; otros no pagaban y cuando la situación se tornaba incómoda cambiaban de proveedor, pues el vino con nombre y apellido era sólo para algunos pocos. A los demás se les ofrecía un "commodity" intercambiable.

En la mayoría de los casos no había añadas en las cartas, pues los restauranteros no querían volver a imprimir cada vez que cambiaban las cosechas o sentirse obligados a tratar el punto con el cliente. Simplemente si se acababa la que tenían, ofrecían la siguiente sin evidenciar el cambio. La evolución ha sido muy rápida. Aunque todavía hay restaurantes que dejan templar las botellas junto al calor de la cocina o que rejuntan su lista de vinos en el supermercado, son cada vez menos. Ya podemos confrontar el escepticismo de aquel enólogo con el enorme cambio y el poco tiempo que éste ha tomado.

La cantidad de gente que bebe vino y que se informa crece cada día. La preocupación de los restaurantes, al menos los de cierto nivel, por tener buenas cartas de vinos es patente. Y dentro de este fenómeno el vino mexicano cobra relevancia. Ahora ya es posible verlo al inicio de la carta, no escondidito en la última página. Y en algunos restaurantes son mayoría o incluso, un signo de exclusividad.

Esto tampoco sería posible sin la aparición de una constelación de bodegas pequeñas que se enfocan -o dicen hacerlo- en la calidad. Esto le da al restaurante chance de ofrecer diversidad de etiquetas. Y en las cartas también se aplica un principio de la geopolítica: un espacio ocupado le quita lugar al competidor y viceversa.

Hasta aquí el panorama es positivo. Hay otra parte que no lo es. En estos días he estado catando vinos mexicanos, muchos de bodegas pequeñas. Y encuentro preocupante la medianía: hay mucho parecido en aromas y sabores, en parte por la sobremaduración, en parte porque muchas bodegas no tienen viñedos propios y se surten con los mismos proveedores (la superficie de viñedos se ha ampliado muy poco en esta última década: otro problema) en parte por la falta de destreza enológica.

Y estoy hablando de vinos de entre 300 y 500 pesos, es decir, que no son económicos. Sin embargo pocos son excepcionales, dignos de hacerles lugar en una memoria cada vez más saturada de marcas. Y al cuestionamiento que el consumidor suele hacer del precio, habrá de seguirle sin duda su comparación -a veces desventajosa- con los importados. Hoy, con algo más de 60 bodegas buscando protagonismo, la necesidad de originalidad y excelencia se hacen evidentes, al igual que la escasez de conocimientos enológicos.

Amado IV 2006

Región: Valle de Guadalupe, Baja California

Enólogo: Amado y Ana Garza, con Hugo D'Acosta

Cepas: Cabernet Sauvignon, Tempranillo, Merlot y Zinfandel

Nariz: café, tostados, menta, ciruela negra y chocolate.

Boca: gran balance de acidez y alcohol, taninos maduros imponentes y final persistente de chocolate y vainilla.

Maridaje: carnes de caza, pato o cordero salseado, queso maduro.

Calificación: 92 puntos

Precio: 474 pesos

Consultorio del experto

Sobremaduración:

Cuando el viticultor deja las uvas en el racimo más tiempo del necesario para la maduración de sus azúcares. Suele hacerse con el propósito de esperar la maduración de los taninos de las semillas, que marcha a un ritmo más lento. El riesgo es perder el carácter distintivo de la cepa. Es como cuando se hace compota de diferentes frutas: sus sabores comienzan a uniformarse.

rodolfo.gerschman@reforma.com