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Alas del deseo al calor del momento
27/09/2009
Redacción Milenio
En el restaurante Petrossian, de Manhattan, se pide una degustación de caviar, la especialidad de la casa. Esto incluye una copa de champaña, que sólo se menciona así, a secas y sin incluir alguna marca en especial. Desde el principio llama la atención que el mesero es un tipo de origen ruso que está al borde de la ebriedad. Extraño momento para un restaurante de esa categoría. Llama la atención que trae en la hielera una botella que al sacarla es una lujosa Grand Damme. Descorcha y sirve con alguna torpeza. Tiempo después se pide otra copa, en este caso de la modesta Taittinger, pues los precios del lugar están por las nubes. El mismo ruso trae una champaña Dom Pérignon y sin decir nada escancia con la discreta elegancia que le permite su estado etílico.

Hace tiempo, enlos últimos meses de la Perestroika, durante un vuelo de Moscú a Tashkent, en Uzbekistán, llega la hora de la comida en un avión de Aeroflot. Las aeromozas tienen un aspecto peculiar, son mujeres rollizas, lo cual podría ser un concepto distinto al de las damas delgadas de otras líneas, sólo que éstas tienen un aspecto agresivo, casi de luchadoras al estilo de Lola la tapatía o Circe, la de San Bartolo Naucalpan.

Anchas, monumentales, enseñan que el dominio de las situaciones depende de ellas. Pasan con dificultad por los pasillos estrechos de la aeronave y con la mano sirven algo que semeja un pollo cocinado en el infierno, pues aquello sabe a diablos. Horrible por la seniUdad de las aves, lo frío del platillo y la sazón carcelaria, ese pollo marca un límite en esas lamentables comidas de avión. La mayor parte de los pasajeros mastica esa porquería sin chistar, son los prisioneros de la costumbre y tratan de disfmtar lo que es un castigo que llega desde las mazmorras del estalinismo.

Otro caso, de signo contrario, ocurrió en el restaurante Petrossian, de Manhattan. Se pide una degustación de caviar, la especialidad de la casa. Esto incluye una copa de champaña, que sólo se menciona así, a secas y sin incluir alguna marca en especial. Desde el principio llama la atención que el mesero es un tipo de origen ruso que está al borde de la ebriedad. Extraño momento para un restaurante de esa categoría. Llama la atención que trae en la hielera una botella que al sacarla es una lujosa Grand Damme. Descorcha y sirve con alguna torpeza. Tiempo después se pide otra copa, en este caso de la modesta Taittinger, pues los precios del lugar están por las nubes. El mismo ruso trae una champaña Dom Pérignon y sin decir nada escancia con la discreta elegancia que le permite su estado etílico. Se le trata de aclarar que la bebida solicitada es otra, el hombre poco entiende del inglés y sin hacer mayor caso sirve las copas. Todo parece sacado de una película de los hermanos Marx. Al final, la cuenta es gigantesca. Lo que semejaba un error se convierte en una realidad turbia. Se hace la reclamación y, eso es lo bueno de estar en Nueva York, las aclaraciones sirven de algo y la culpa recae en el borracho que por su cuenta y riesgo quiso pasarse de listo al sustituir las champañas que acompañan las degustaciones por otras que triplicaban el precio. Las miradas de odio de los encargados del Petrossian caen cual poderosa tormenta sobre el ruso, que hasta pierde la embriaguez.

Por otro lado, a veces la fama corre en sentido inverso a la realidad gastronómica. Un diciembre se hace la reservación para cenar en La fleur de Lys, de San Francisco. El lugar franco-californiano está repleto y la fila para entrar es absurda. Las bostess tienen el sello de "perdonavidas", se creen tocadas por la mano divina. Son altas, rubias, esbeltas y tatuadas; visten de negro y maltratan a quien se deja, están seguras del buen éxito del lugar. La paciencia termina y la impaciencia cobra forma de dragón

en celo. Si antes hubo tolerancia con las damas de la puerta, ahora corresponde devolverles el gesto agresivo. Esto es lo mejor, de pronto una de ellas cambia el tono, se convierte en ovejita al acecho del lobo feroz. Consigue la mesa y pide disculpas por los exabruptos anteriores. Daban ganas de traer un látigo y vestirse con un traje de cuero ante una situación semejante. Ya en la mesa lo que se come es apenas de mediana calidad, los maridajes entre los vinos y los platillos también muestran una selección un tanto mezquina. Luego de probar el menú lo único sobresahente es el soufñé de vainilla rociado con calvados que se sirve en el postre. Ni las preparaciones de cordero y foie gras llegan a la excelencia.

En cambio, un restaurante que atrapa de inmediato es Normandie, instalado en las alturas del hotel Mandarín Oriental, de Bangkok. Un lugar que empezó de cero luego que las estrellas Michelin conseguidas por el chef Cuy Martin se perdieron cuando éste regresó a Europa. En la actuaUdad el encargado de la cocina es Carlos Gaudencio, que ofrece una carta variada y con sugerencias magníficas, una de ellas es la langosta de Bretaña con salsa de mango y almendras que se acompaña con jitomates confitados, o el pichón de Bresse relleno de foiegrasy salsifí, esa hortaliza que tan poco se utiliza en México. Al final la charola con los quesos es un auténtico manjar, sobre todo si se toma en cuenta que en Asia estos lácteos son una rareza. El comensal puede elegir los que prefiera, cinco, siete o los que pueda disfrutar luego de una cena fastuosa que permite observar el embarcadero del hotel con las barcazas iluminadas. El espectáculo desde los ventanales del Normandie tiene ese sello espectacular que está acorde con lo degustado. En una mesa cercana, un padre

y sus hijos japoneses comen y beben con un barniz occidental. Uno de los vastagos, un adolescente, que de seguro ha tomado clases sobre la cata de vinos hace alarde de esas enseñanzas y trata de explicarles a su padre y hermanos los prodigios de un Chateau Latour.

En México, Casa Merlos tiene la posibilidad de habilitarnos la gloria con su pipián verde. En ocasiones deben hacerse largas colas, esperar en medio de minutos que transcurren al ritmo de tortuga con ciática, pero todo esto vale la pena en el momento en que se pmeba este platillo regio. La gula aparece de cuerpo completo, e incluso se tolera un servicio lento y abrumado por los pedidos de múltiples mesas, todo con tal de sentarse y probar esa delicia que se disfruta con tortillas recién hechas. Otra opción es el "manchamanteles" ese guiso del que hasta Sor Juana disfrutaba y del que dejó receta para que se conservara el platillo hasta la eternidad. Al probarlo en Casa Merlos se reabre este concepto barroco de un platillo que incluye carne y frutas. Una auténtica delicia. Sin olvidar los sopecitos rojos y verdes de la entrada o el tradicional mole poblano, o los que surgen al calor de los cambios de estación. Ya entrados en el ánimo nacionalista, en Izote, de Patricia Quintana, es posible comer una exquisita barbacoa de carnero que se prepara con diferentes salsas, todas ellas son un lujo de imaginación y delicadeza. Mientras que en septiembre reaparecen los chiles en nogada, que, con sus variantes, son un manjar bajo la inteligencia gastronómica de Quintana. La clave de todo es la nogada con nueces de Castilla, que en otros lugares es una masa dulzona con mucha crema y pocas nueces. Con estos platillos es posible olvidar a las aeromozas de Aeroflot y su "pollo a la mano", bm

Los viajes ilustran el paladar, aun cuando es sometido a experiencias perniciosas. Dominar el sentido del gusto en la adversidad no es cosa fácil

Fuente: Milenio Diario    
Categoría: TIPOS DE PRODUCTO    





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