Por: Victoria Schusseim

Es cierto. Ya ni fuerzas para una buena mentada nos quedan. Doblamos la cabeza y tratamos de que los palos nos caigan en la espalda, no en medio de la cara. Como ha pasado siempre. Me imagino que si llegaba un tlatoani y decía: De aquí quiero que me manden más tributo de mantas de algodón y plumas de aves preciosas, no quedaba de otra que bajar la cabeza y aguantar los palos.

Seguramente también entonces los amigos del tlatoani gozaban de regímenes especiales y en lugar de cargas de plumas preciosas entregaban una pinchurrienta plumita del último guajolote que se habían cenado. Y me imagino que había unos macehuales muy, muy amolados, que no tributaban nada porque nada tenían. Así que, igual que ahora, serían siempre los mismos los que se rompían el lomo.

Moctezuma tenía inmensos almacenes llenos de granos de cacao (a los que les dio baje, si no me falla la memoria, Pedro de Alvarado). Recordemos que el cacao servía para hacer chocolate, claro, pero sobre todo era moneda. Así que el equivalente del banco central de ese tiempo estaba rebosante de dinero. ¡Tiempos aquellos! Según las crónicas, Moctezuma gastaba a lo loco. Vajillas de oro, cincuenta platillos distintos en cada comida, pescado fresco que le traían corriendo desde las costas, un enorme harén (ninguna de las mujeres se llamaba Marta). Y no quebró al imperio.

Después, la Colonia. Esta tierra se explotó al máximo. Dicen que sólo la mina de La Valenciana producía en un día la plata que toda Europa consumía en un año. Seguramente es falso, pero nos da una idea de la riqueza que se veía. Se pagaba el quinto real (veinte por ciento), el diezmo a la Iglesia (el diez, claro), multitud de impuestos a toda clase de cosas, alcabalas, aduanas internas, peajes, limosnas forzosas, contribuciones a las festividades en honor de virreyes, obispos y protomédicos, eso sin hablar de los piratas... Los más fregados seguro no pagaban nada. Los muy ricos se escabullían. Y así aguantamos 300 años sin tronar, dándonos encima el lujo de ser la gema más preciada de la corona.

¿Y después? Más de un siglo de convulsiones, guerras civiles, invasiones extranjeras, caos. Tuvimos un emperador de producción nacional, otro de importación. Un presidente que iba y venía hasta acumular once periodos de gobierno. Conservadores (ellos sí, casi todos de nuestra propia crianza y cosecha. Se nos dan muy bien) y liberales. Para rematar con una dictadura de 30 años. Los fregados, siempre fregados. Los poderosos, siempre tranquilos, ricos, serenos.

Y una revolución, que dejó pobres a unos pocos ricos, hizo ricos a unos cuantos pobres, y a los del medio... como siempre. Y setenta años de institucionalización revolucionaria para que, al mejor estilo del Gatopardo, cuanto más cambiaban las cosas, más iguales se quedaban.

Nos han saqueado. Ya no nos volverán a saquear, se decía una y otra vez, cuando estábamos tratando de aprender a administrar nuestra abundancia.

Tuvimos que esperar la instauración de la legítima democracia (¡no, no lo digo yo!), para saber lo que se siente. Ya ni una méndiga plumita preciosa, una mugre manta de algodón, un cuero de pulque que nos puedan quitar. Ya se lo gastaron todo, lo robaron todo, nos despojaron de todo.

Hoy nos han quitado hasta la refrescante posibilidad de mentarles la madre.

Después, la Colonia. Esta tierra se explotó al máximo. Dicen que sólo la mina de La Valenciana producía en un día la plata que toda Europa consumía en un año.