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Maravilla el regreso de los muertos a Mixquic
03/11/2009
Jonathan Villanueva
¿Escuchaste? ?Ya llegaron...?: El campanario de la iglesia San Andrés Mixquic repicó y la fiesta comenzó

Maravilla el regreso de los muertos a Mixquic

- En cada casa se llenaron los altares con comida, bebidas alcohólicas y hasta juguetes - En punto de las siete de la noche se inició con la tradición que atrae a miles de turistas

Jonathan Villanueva

¿Escuchaste? ?Ya llegaron...?: El campanario de la iglesia San Andrés Mixquic repicó y la fiesta comenzó.

Todos estaban listos. Esta vez no hubo llanto, tristeza ni temor, por el contrario, el jolgorio era universal.

El aroma a cempasúchil, claveles y gladiolas anunciaba la bienvenida. El copal y el incienso marcaron su llegada espiritual.

Ahí estaban todos, niños, jóvenes y adultos; algunos fallecidos hace casi un siglo, otros más, en épocas recientes.

La bitácora, como siempre, fue seguida metódicamente. El mediodía del 31 de octubre fue la señal para tejer el puente entre vivos y muertos.

El primer contacto con “el más allá” se dio justo a las 12:00 horas de ese día, momento en el que según la tradición, comenzó el arribo de las ánimas más pequeñas del Mictlán.

Para entonces, los lugareños ya habían colocado la parte medular de la ofrenda a sus familiares fallecidos; lo demás se incorporaría de manera gradual.

Los deudos esperaban ansiosos. Por tradición, no escatimaron en agasajar a “sus muertitos” con todo aquello que los hizo feliz en vida.

El Tlamanalli (ofrenda) lucía resplandeciente en cada hogar del poblado de Mixquic. El agua, sal, flores, pan, frutas, comidas típicas, tamales y bebidas alcohólicas no podían faltar.

Por ello los accesos principales de cada hogar fueron tapizados por pétalos blancos, en señal de pureza y ternura hacía los bebés y niños muertos en algún accidente o a causa de una enfermedad.

La pelota, el carrito, quizá una muñeca o la sonaja puesta sobre la parte central del altar, era fundamental. Eso de manera complementaria a la foto del hijo o nieto desaparecido, quien aseguran, ahora es su ángel guardián.

Tal vez por ello, los visitantes y turistas encontraron en Mixquic un portal hacia los años maravillosos en que compartieron vivencias inolvidables con quienes ya se han marchado.

Bajo esa óptica la iglesia se llenaba. Los interminables rezos parecían el murmullo de una intensa lluvia sobre un techo laminado.

Ríos de gente llegaban, los mismos que se marchaban con la experiencia de haber tenido contacto con algún difunto, al menos por un instante, dentro de su pensamiento o corazón.

Afuera la tradición seguía. Los altares eran mostrados a una curiosa pareja extranjera que no dejaba de asombrarse con el culto que aquí se brinda a la muerte.

Ya entrado el uno de noviembre, a las ofrendas se sumaron dulces, chocolates y tamales.

Para ese entonces, el panteón comenzó a tener un aspecto diferente. Limpieza, retoques en criptas e infinidad de arreglos florales.

Cempasúchil, casa blancas, gladiolas, crisantemos y cualquier cantidad de pequeñas macetas enmarcaban esa misma tarde los sepulcros.

A degustar los platillos. Niños oriundos vestidos con una playera amarilla contaban las anécdotas e historias del poblado a sus visitantes, esto siempre a cambio de una módica propina.

El lugar de la muerte (Mixquic), continuaba vivo por la muchedumbre que no dejaba de maravillarse con el ritual e incluso, gracias al efecto de bebidas embriagantes.

En cuanto el reloj marcó las siete de la noche inició “la hora del campanero”.

Durante 60 minutos los niños salieron a las calles a tocar la puerta de vecinos y amigos. Les pidieron compartir la ofrenda, como requisito tenían que cargar una pequeña campana y un costalito.

Los dulces y golosinas fueron entregados a los niños tras entonar frases como: “campanero, mi tamal”.

Así llegó el 2 de noviembre, con la visita de los muertos “adultos”, para quienes colocaron platillos especiales en cada altar.

El tequila, pulque, ron, refresco y hasta cigarrillos llegaron a complementar la ofrenda.

Con ello concluyó la breve visita fúnebre. Para impedir que algún alma en pena se perdiera en el camino de regreso, los deudos se dirigieron al cementerio de la zona.

TODA UNA FESTIVIDAD. Pasado el mediodía, los colonos comenzaron a abarrotar la iglesia y el camposanto. Ambos se encuentran dentro del mismo terreno, debido a que en la época prehispánica se creía que esto servía para acercar el alma de los muertos a la presencia de Dios.

Mientras la tarde llegaba, los visitantes se apostaban en los alrededores, ya fuera a un costado de la capilla o sobre sus paredes perimetrales.

Incluso se colocó un templete para que de manera alternada los visitantes pudieran observar el ritual. Los asientos de madera podían ser utilizados por breves espacios a fin de que todos tuvieran oportunidad.

La oscuridad empezó a devorase la tarde. Los deudos entraron en la etapa ?para muchos? más emotiva de las festividades del día de muertos: la despedida.

La noche enmarcó el adiós. La penumbra apenas duró unos instantes, ya que la luminosidad de las velas y cirios no se hizo esperar.

En ese lapso el color rojillo del cementerio se opacó con las cortinas de humo que dejaba el incienso y copal que ardían en vasijas de barro.

Los cánticos católicos y la constante de un rosario eran las palabras sustitutas de un “hasta pronto”.

Luego de concluir la tradición mortuoria, los habitantes de Mixquic se dirigieron a comer y levantar las ofrendas que durante dos días dedicaron a sus seres queridos, a quienes no volverán, por lo menos en vida.

Pie de foto/recuerdo. Todo fue alegría y festividad en el panteón de Mixquic, con la celebración del Día de Muertos, donde acudieron miles de personas. Foto: Saúl Castillo

Fuente: La Crónica    
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